Imagina una empresa que envía encuestas a sus clientes cada dos semanas.
La intención es buena: quieren entender mejor a su audiencia, tomar decisiones basadas en datos, crear productos más útiles.
Un día, uno de los managers—cansado, con ojeras y un documento lleno de respuestas— pregunta en la reunión de seguimiento:
—¿Realmente vamos a cambiar algo con esto? ¿O solo estamos preguntando por costumbre?
Silencio.
Ni una ceja se mueve en la sala.
Cero respuestas.
Medir no es un acto neutral
Cada pregunta que haces —en una encuesta, en una reunión, en un formulario— es una promesa implícita de que harás algo con la respuesta.
Cuando, como manager, le preguntas a alguien “¿te sientes escuchado en el equipo?”, o “¿tienes confianza en la estrategia de la empresa?”, implícitamente estás haciendo también una promesa: “depende de lo que respondas, cambiaré algo”.
Y si luego no haces nada, el mensaje es más fuerte: “te escuché, pero no importa”.
¿Para qué haces esa pregunta?
Antes de lanzar una encuesta, recopilar métricas o pedir feedback, párate y hazte una pregunta incómoda pero imprescindible:
¿Qué decisión tomaría si obtuviera esta respuesta?
Si no puedes imaginar una acción concreta tras recibir los datos, no midas.
No es que medir esté mal. Es que medir sin intención es como recoger leña para una casa que no tiene chimenea.
Las métricas no son decoración
En algunas organizaciones, los dashboards son como cuadros en el pasillo: bonitos, coloridos… e inútiles. Nadie los mira con intención de actuar. Están ahí porque “tenemos una cultura de datos”.
Entonces ¿Debo medir?
Aquí una prueba sencilla para saber si una métrica merece existir:
¿Hay una persona o equipo responsable de esa métrica?
¿Hay un umbral que, si se supera o se baja, obliga a actuar?
¿Se revisa con regularidad y se toman decisiones basadas en ella?
Si la respuesta es “no” a todo, estás jugando a otro juego.
Si no vas a cambiar nada, no necesitas más datos.
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Nos leemos
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